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El vuelo de Harold

  Me he decidido a contar la historia de Harold porque sé que el día de la inauguración me la van a preguntar muchas veces. A menudo creo que es mejor no ponerle palabras a las fotos porque pesan demasiado,  a pesar de eso que dicen de que una imagen vale más que mil palabras. Cuando fijas una fotografía a una pared, todo el mundo busca su título a la derecha y, luego, trata de construir una historia con esas palabras. Y si saben que estoy allí, siempre me buscan para que corrobore o desmienta su versión.  

  Era una mañana de junio, bastante fría. Me levanté muy temprano, y tras una ducha rápida, me vestí y cogí el equipo que ya había dejado preparado la noche anterior. Tomé un desayuno ligero en la cafetería del hotel y me dirigí hacia Kensington Gardens cruzando la Puerta Lancaster que llevaba abierta apenas unos minutos.  Los horarios de la mayoría de los parques de Londres son sencillos: se rigen por la luz solar, tanto en verano como en invierno. Como en otras ocasiones, fui directamente hacia el lugar del lago donde lo vi la primera vez: esa pequeña curva frente a la estatua de Peter Pan junto a la que los domingos los niños se arremolinan como palomas.

  La mañana era fría.  A pesar de estar avanzado el mes de junio, el sol aún tenía la luz azul, y una ondulante capa de niebla que cubría el suelo parecía escaparse hacia la superficie del agua con cada paso que daba, arremolinándose como si hubiera un sumidero mágico que la hiciera desaparecer según amanecía y la derramara sobre el parque de nuevo al anochecer.

  Mientras comenzaba a colocar mis cosas, siguiendo un ritual que ya duraba tres años, recordé cómo había llegado allí la primera vez, después de estar deambulando por el parque durante un rato. Me había alojado en uno de esos hoteles pequeños cerca de Paddington y había decidido salir a pasear. Nunca olvidaré cómo me deslumbraron la vegetación, los sonidos de los pájaros mezclados con los del tráfico, el susurrar del agua y de las hojas de los árboles y, sobre todo, la luz, brillante y verde, blanca a ráfagas, anaranjada en las caras de las personas que a pesar de lo temprano que era ya transitaban por sus avenidas y senderos, muchos de ellos acompañados de perros educadísimos que paseaban obedientemente junto a sus amos. Cuando llegué junto al lago, apoyé mis brazos sobre la barandilla de hierro disfrutando de una plenitud que parecía entrar en mí a través de mis pulmones. De pronto, de entre la niebla surgió un cisne grandioso que desplegaba sus alas blancas,  levantando el vuelo por encima de las copas de los árboles, emitiendo un sonido al mismo tiempo sigiloso y esforzado mientras su figura dibujaba una parábola perfecta antes de posarse de nuevo sobre el agua batiendo sus alas, recomponiendo su figura con elegancia, como si supiera que lo miraba, doscientos o trescientos metros más allá de mí. Miré a mi alrededor por si alguien más que yo lo hubiera visto pero estaba completamente sola, el regalo había sido solo para mí. Ni siquiera sabía que los cisnes volaban.

  Aquel día no llevaba mis cámaras, de lo cual me alegro porque así pude disfrutar de verdad del momento. Sin embargo, la idea de volver y conseguir aquella foto se había convertido en una pequeña obsesión que trataba de satisfacer cada vez que viajaba a Londres. De modo que continué con mi ritual y coloqué la primera cámara enfocando hacia el lugar en donde le había visto emprender el vuelo, bajo los ojos del Puente del Serpentine; a continuación tuve el mismo momento de zozobra de otras veces ¿Cuál sería el ángulo de inclinación correcto? ¿Cómo saber hasta qué altura podría elevarse, saliéndose de mi encuadre? Quería captar la majestuosa envergadura de sus alas blancas desplegándose a los lados, lentas, como si cada pluma necesitara un pedazo de pensamiento para moverse. Hice mi apuesta y cogí la otra cámara, esta era la fácil, y la situé paralela al curso del agua, dejando suficiente aire arriba y abajo con el objetivo de captar la suave alineación de su cabeza, su largo cuello y sus patas palmeadas que, a esa distancia parecerían cintas a merced del viento.

  Cuando hube terminado, me senté en el mismo banco de siempre con mis disparadores inalámbricos en la mano, arengándome en silencio porque ésta vez, sin duda, lo iba a conseguir. Estaba preparada para disfrutar de cada minuto de la espera cuando recordé una frase que le había escuchado un día a alguien sobre que uno debe tener un lugar al que regresar y otro donde vivir. Desde luego, en Londres no estaba mi casa, pero no me cansaba de regresar nunca.

Y así estaba, tan concentrada en que no se me escapara ningún indicio, que no me di cuenta de que, al otro extremo del banco, se acababa de sentar  un hombre.

- Espero que no le importe-, me dijo en inglés con una voz modulada.

  Fue como cuando suena el despertador por la mañana y te saca de tu mejor sueño: durante unos segundos no sabes muy bien cómo ha sucedido, luego  sólo te queda la realidad y la mía era que, a pesar de que todos los bancos a nuestro alrededor estaban vacíos, aquel tipo había elegido sentarse precisamente en el mío. ¿Qué podía decir?

  - No, por supuesto.- contesté sin apenas mirarle a la cara,

  - Aunque, en realidad no soy yo el que debería pedirle permiso, sino al revés.

  Aquella frase picó un poquito mi curiosidad pero decidí ignorarle confiando en que mi frialdad le hiciera marcharse y dejara de distraerme de lo que estaba haciendo.

- Al fin y al cabo, este banco es mío – continuó-. Pagué por él.

- Oh, vamos- susurré en español, sujetando los disparadores con fuerza, diciéndome a mí misma que no iba a tener que moverme y que, si finalmente tenía que hacerlo, mi cisne no iba a volar en ese preciso momento.

- ¿Disculpe? No la he entendido. En realidad, es usted la que debería preguntarme si me importa. Claro que no parece una persona muy educada.

- ¿Cómo?- dije volviéndome indignada- No me importa que se siente, pero, por favor, déjeme trabajar. He hecho muchos kilómetros sólo para hacer estas fotos.  

  Fue la primera ocasión en la que me fijé en su aspecto, su visera color marrón bajo la cual se dejaban ver unos cabellos pelirrojos húmedos o quizá untados de fijador, su barba entrecana y naranja, sus manos tan blancas, salpicadas de pecas, apoyadas con firmeza sobre los muslos, sentado tan derecho, con las piernas ligeramente abiertas mirando hacia el lago.

- Aún así, podría preguntarlo.

- Si se lo pregunto…¿me dejará usted hacer mi trabajo?- dije volviendo a mirar hacia donde debía, pensando en que debía ser mi día de suerte, pues mi cisne no había aprovechado mi despiste para cruzar delante de mí- Está bien. ¿Le importa si me quedo aquí?

- No, en absoluto- contestó con satisfacción.- El parque es de todos. Sin embargo, es extraño- dijo tras unos segundos-, dado que usted no ha disparado sus cámaras ni una vez, al menos desde que yo estoy aquí.

-  Claro…- dije sin cambiar mi postura- Estoy esperando.

- ¿A qué?

- A que vuele- contesté.

  En ese momento pasó uno de esos corredores ataviado con sus mallas negras y sus auriculares; cruzó ante nosotros seguido por un Jack Russell blanco y negro decidido a disolver la paz del parque, persiguiendo ardillas y aullentando con sus ladridos a las palomas que se levantaron del suelo revoloteando, tropezando sus alas unas con las otras. Yo no me moví.

- De modo que no eran ellas; las que debían volar, quiero decir. Tampoco ahora ha utilizado su disparador.

- Es usted muy observador- dije volviéndome hacia él y encontrando su mirada por primera vez, sus ojos azul claro bajo aquellas espesas cejas pelirrojas, de esos que llenan un retrato.- Estoy esperando el vuelo de un cisne.

Se giró un poco más hacia mí, observándome con curiosidad, como si me invitara a decirle más.

- Lo sé, yo tampoco sabía que los cisnes volaban- continué asumiendo su ignorancia- Pero vi a uno hacerlo aquí hace tres años, me sobrecogió y ya ve…Desde entonces lo estoy intentando.

- ¿Cuántos años ha dicho?- preguntó interesado

- Tres…aproximadamente.

- Una época bonita, aquella.  Yo solía venir mucho por aquí ¿Sabe qué hora era?

- No con exactitud… Temprano. Había niebla, como esta mañana.

El hombre se puso de pié y se acercó un par de pasos hacia la barandilla.

-¿Recuerda usted si levantó el vuelo desde el Lido, el café que hay más allá del puente del Serpentine- dijo describiendo la ruta con su brazo izquierdo- y se posó después en el agua allí donde empieza el Jardín Italiano?

- Lo cierto es que sí, pero…

 - ¡A-há! Entonces…¡usted está esperando a Harold!- dijo riéndose con expresión de triunfo y extendiendo sus brazos hacia mí, con las palmas de las manos hacia arriba como si no pudiera ser de otra manera.

- ¿Harold?

- Efectivamente

- Resulta que los cisnes tienen nombre- dije con retintín observando cómo el hombre se colocaba, por increíble que pareciera, sin ningún pudor, entre mis dos cámaras, lo cual arruinaría con seguridad mi reportaje si “Harold” levantaba el vuelo en ese momento. Sin embargo, yo me debatía entre hacerlo salir de allí con mayor o menor amabilidad, o dejarlo estar y confiar en que no oyera el sonido del obturador.

- Vaya pregunta…-contestó molesto.

- Y ¿cómo los distingue?, ¿cómo sabe que fue él? Supongo que más o menos ese es el recorrido que hacen todos.

- Mi querida señorita,- dijo quitándose un momento la gorra para pasarse la mano por su pelo humedecido- Se nota que sabe poco de la naturaleza humana y, por extensión, de la de los cisnes.

- Perdón…creo que no le entiendo.- le contesté.

Disparé y tosí.  No se dio cuenta.

- Por supuesto que no hacen todos el mismo recorrido. De hecho todos los demás están demasiado tristes o demasiado gordos para volar- dijo señalando a un grupo de patos que se acercaba hacia la orilla- con todo ese pan que reciben.

Era como un actor radiante sobre el escenario.  Decidí aprovechar cada ruido para hacerle una foto, aunque sabía que los trípodes estaban un poco bajos para aquella distancia.

- Me pregunto quién demonios le dijo a todos esos turistas  que darle pan a los pájaros era una cosa buena.

- Me temo que no es sólo cosa de los turistas- dije molesta por su chovinismo británico-. Es una costumbre extendida por todo el planeta.

Permaneció unos segundos en silencio antes de acercarse a mí y, flexionando ligeramente las piernas para que su mirada estuviera casi a la altura de la mía, apoyó de nuevo sus manos en los muslos de su pantalón vaquero y me dijo:

- Como la tortura ¿no?

Sus ojos me miraron fijamente, sin ningún recato, antes de incorporarse y dirigirse de nuevo hacia el estanque. Me pregunté si se habría dado cuenta de lo que estaba haciendo.

- Estos bichos deberían comer plantas acuáticas, ranas y esas cosas. Tendrían que volar en grupo hasta el mar para buscar su alimento.  Pero tienen pan, más del que pudieran desear, pan que les destroza el hígado y no se mueven, se conforman con pasear sus largos cuellos frente a los turistas que, a cambio, les dan más pan. Para ser honrado hay que conservar un poquito el hambre, ¿no cree? -dijo acodándose sobre la barandilla.

Su figura era atlética y ágil. A pesar de la edad, tendría unos sesenta, sus brazos asomaban fuertes por debajo de la manga corta de su camisa blanca. Yo en cambio llevaba un jersey de manga larga. Se quitó de nuevo la visera y volvió a pasarse la mano por el pelo.

- Disculpe, ha cambiado mucho la luz y tengo que revisar la exposición- le mentí, levantándome con naturalidad, pero no podía seguir sacando fotos sin ton ni son. Necesitaba corregir el encuadre.

- Claro- dijo sin sospechar, apoyado en la barra con los brazos cruzados sobre el pecho- Déjeme que le haga una última pregunta: Al poco de volar él… ¿le siguió otro, algo más pequeño?

- Vaya…Lo cierto es que sí- recordé y aproveché el paso de una ruidosa pareja de gaviotas para fotografiarle otra vez-, aunque no lo vi volar, apenas posarse en el agua y nadar junto a él.

- Entonces no hay duda. ¡Era Harold!- exclamó extendiendo otra vez sus brazos hacia mí.

Nos sentamos en el banco de nuevo.  

- Tiene usted razón, no es fácil distinguirlos. En realidad, aprendimos a reconocerle gracias a ella, a su pareja, ese cisne pequeño del que le acabo de hablar. Me mira usted con incredulidad– me dijo con ironía- ¿Acaso no sabía que los cisnes tienen una única pareja a lo largo de su vida? La de Harold era especial: tenía las plumas de las alas de un color pardo suave, una rareza bellísima, al menos en este estanque. Los vimos muchas veces a los dos, de una orilla a otra. El se paseaba con ella siempre a su lado, orgulloso como si la llevara del brazo,  con el cuello tan erguido que parecía mayor que los demás.

Se le quedó una sonrisa triste en la cara y en los ojos esa expresión de mirarse uno hacia adentro, hacia su propia historia. A lo largo de mis años como fotógrafa he aprendido que, muchas veces, un buen retrato no depende de la luz, ni del enfoque, sino del tiempo que hayas dedicado a hablar con la persona a la que quieres retratar. En ese momento elegí y renuncié definitivamente a mi cisne.

- Antes me dijo que aquella fue una época bonita, hace tres años.

- Desde luego…- contestó cabeceando-. Por entonces, estaba Emma. Solíamos sentarnos un rato aquí todos los días, pero algo más tarde, después de desayunar y de que ella atendiera sus cosas de la casa. Cuando hacía buen tiempo, aprovechaba el rato que estábamos aquí sentados y tejía. Decía que no le gustaba estar sin hacer nada. Yo siempre llevaba una pequeña gamuza en el bolsillo del pantalón, por si acaso nos encontrábamos el banco mojado y lo secaba bien, para que estuviera cómoda, pero, aunque lloviera, nos quedábamos, cada uno bajo su paraguas. Entonces yo tenía mucho tiempo libre…Hacía meses que había perdido el trabajo y me pasaba el día vagabundeando por aquí y por allá.  A veces bebía, pero no mucho. Entonces solía pensar que mi mal aspecto era una ventaja, porque me garantizaba un banco para mí solo, hasta que, un día, llegó ella y se sentó justo donde está usted ahora. ¡Qué poco me gustó! Recuerdo que empecé a carraspear y a estornudar a ver si se marchaba, a meterme los dedos en las orejas, ya sabe, todo tipo de cochinadas, pero ella tejía y tejía y no se inmutaba. Entonces me la quedé mirando, así, como la estoy mirando a usted, decidido a no moverme hasta que se levantara y ¿sabe lo que me dijo? “Con esos ojos tan bonitos que tiene, es una pena que lleve el pelo tan largo y la barba tan desarreglada”.  ¡Esa era mi Emma, sí señor! Al día siguiente estaba aquí hecho un pincel, con mi ropa raída y los zapatos medio rotos, pero limpio y perfumado como una señorita. Aquí pasábamos el rato hablando de nuestras cosas, del bosque, de cine…Yo le contaba chistes y ella me hablaba de recetas de cocina. Decía que las alas de la novia de Harold parecían espolvoreadas de canela. ¿No le parece increíble? Tardé mucho en atreverme a pedirle que viniera conmigo a dar un paseo, pero, cuando lo hice, no lo dudó ni un momento. Guardó su labor en el bolso y me preguntó “¿A dónde vamos?” Yo la llevaba a mis sitios secretos del parque – dijo, levantándose de nuevo-  y le contaba historias sobre los árboles, o sobre mi familia… pero, sin duda, el mejor momento era cuando veíamos volar a Harold. Ella se ponía como loca a aplaudir y se reía, tenía una risa preciosa,  y abría los brazos como si fueran alas y volaba y le animaba, le decía “¡Vamos, Harold! ¡Levántate de nuevo! ¡Muéstrales a todos lo bien que lo haces!” Un día, después de que ella me describiera con todo detalle cómo había preparado un estofado de carne, tan sabroso que me parecía olerlo, le dije: “Emma, querida, no me tortures. ¿Por qué no me traes un poco un día de estos?” Ella se puso muy seria mirándome con esos ojos verdes que distinguían a Harold desde Marlborough y me dijo “¿Sabes? Yo soy como todo el mundo. Prefiero que me den a que me pidan.”  Eso sí que fue un momentazo.

- ¡Qué carácter! ¿Se enfadaron?

- No, no, en absoluto- negó él con ademán despreocupado volviendo a sentarse- Lo que hice fue ponerme a buscar trabajo con más ahínco que nunca y le dije que, con el dinero de mi primera paga, la invitaría a champán en el Lido. ¡Cómo se reía! Mientras tanto nos sentábamos en una de esas mesitas que están a la ribera del Serpentine, haciendo apuestas a ver quién reconocía antes a Harold y si algún día los dos se irían juntos al mar y no volverían…

Paladeó sus recuerdos despacio hasta que, poco a poco, su sonrisa desapareció.

 - A los pocos días, dejó de venir…Al principio deseé que hubiera tenido una enfermedad o un accidente, quizá el giro de uno de nuestros enormes autobuses invadiendo la acera…Pensé que a lo mejor la había expulsado esta ciudad que deslumbra a los que vienen con sus avenidas y sus parques y sus escaparates y su infinita amabilidad, pero luego todos se van… Cualquier cosa para no enfrentarme a la idea de que me hubiera abandonado; luego lo que realmente quise fue que lo hubiera hecho para no tener que enfrentarme a la idea de que hubiera sufrido y yo no hubiera estado allí para ayudarla.

- Pero ¿no tenía usted su teléfono ni su dirección?

- Nunca se lo pedí. Tenía tan poco que ofrecer…Su presencia para mí era un regalo tan inesperado y tan grande que no creí tener derecho a nada más. Era tan hermosa, tan pequeña, su cabeza llegaría más o menos a esta altura  y su cuerpo habría cabido justo en este hueco- dijo señalando su pecho y el espacio que había entre sus brazos.

Pensé que hacía una figura hermosa con el sol iluminándole la cara, los ojos cerrados con fuerza, rodeados de pequeñas arrugas que le daban a su piel rosada textura de arena. 

- A los pocos meses encontré trabajo y ya no pude volver por las mañanas. De vez en cuando venía y le dejaba una nota, pero ¿quién sabía si se la llevarían el viento o el agua? Así que al final me decidí: llamé a la fundación que gestiona estos jardines y solicité hacer una dedicatoria a cambio de un donativo- dijo acariciando con su mano el respaldo de madera del banco antes de levantarse-. Me ha costado los ahorros de un año, pero ahora tengo derecho a este banco y a que todo el mundo que se siente en él o que lo vea sepa que nosotros estuvimos aquí.

A lo largo de uno de los tablones de madera del respaldo se extendía una frase grabada que decía: Querida Emma, gracias por despertar el hambre en mí. Te quiere, Harold. Busqué sus ojos azules sin remedio pero apenas fui capaz de aguantar unos instantes su mirada tan intensa.

- Oh, vamos, no es para tanto- dijo con timidez- No es una idea tan original. Si se fija cuando se vaya, verá que hay muchos bancos así por aquí. En fin, es hora de irme; si hay algo que he aprendido es que no conviene llegar tarde al trabajo.

- ¿Me deja hacerle una foto antes de que se marche? – Le pregunté desmontando una de las cámaras del trípode.

- Por supuesto- dijo quitándose la visera y pasándose la mano por el pelo con una media sonrisa, por última vez-. ¿Se verá la dedicatoria?

- Se verá lo que usted quiera- contesté, fotografiándole por primera vez sin esconderme.

- Ha sido un placer hablar con usted- dijo estrechándome la mano.

- El placer ha sido mío. Muchas gracias y buena suerte.

- Ya la tuve toda, señorita.- dijo calándose la visera y dirigiéndose hacia el camino.

- ¡Espere!- le detuve-. ¿Algún consejo que me ayude a retratar el vuelo de Harold?

- Busque un cisne con las plumas de las alas pardas; pregúntele a los camareros y a los cuidadores del parque. Si le dicen que ya no está o no la encuentran no pierda más el tiempo. Él sólo volaba para ella.

Lo vi alejarse hacia la puerta Lancaster, con el paso lento pero seguro del que sabe hacia donde va. Yo aún permanecí allí un buen rato, revisando las fotografías que le había hecho sin que se diera cuenta mientras me contaba su historia junto al estanque.  La mayoría no servían para mucho pero había material suficiente con el que trabajar. El parque empezaba a llenarse de gente así que empecé a recoger el equipo y decidí darme una vuelta alrededor del lago como él me había recomendado. Cuando terminé emprendí el camino de regreso a mi hotel mientras observaba las dedicatorias de los bancos: A Harvey, el mejor camarada; Para Geraldine, tantos secretos; Querido Thomas, ¿pudo alguien amar estos jardines como tú?  Y así muchas otras. Era como pasear por un lugar cargado de buenos deseos, un broche hermoso para un buen día de trabajo.

Aquella mañana entré en los Jardines de Kensington con un propósito y acabé encontrando a Harold, sin saber que lo estaba buscando. Son sus manos, su abrigo, y cómo no, sus alas y las de Emma, las que están sobre estas paredes. La historia sobre cómo conseguí fotografiar el vuelo del cisne que completa la exposición tiene menos interés, así que la dejo a la imaginación de cada uno. Quizá les ayuden los títulos.

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